Hace ya varios años conocí la historia de un joven camerunés que trabajaba en un lavadero de coches de la provincia. Había sido rescatado en aguas del Estrecho a bordo de una barca neumática de juguete el día de Navidad. Su historia daría para un bonito cuento navideño con milagro incluido si no perviviera la memoria de cuantos han perdido la vida cruzando el mar, penúltimo obstáculo de su huida, y de los que la seguirán perdiendo mientras desde muchos despachos se sigue mirando hacia otro lado.
Lo he recordado esta semana, no porque se acerquen de nuevo las navidades, sino porque he leído el caso de tres subsaharianos que han sido rescatados en aguas de Canarias tras viajar durante once días en la pala del timón de un petrolero. De hecho, la imagen del momento en que son localizados por la embarcación de Salvamento Marítimo ha dado la vuelta al mundo por su potente impacto y por todo lo que cuenta por sí misma, e incluso por las interrogantes que suscita; la principal: ¿hasta dónde ha llegado la desesperación de esas tres personas para jugarse la vida de esa manera casi suicida?
Según la completa información publicada por Laura Bautista en el diario Abc, los tres “polizones” -término bajo el que fueron atendidos por las autoridades españolas- viajaron de forma clandestina en un hueco del casco, conocido como la mecha del timón, “a merced de un golpe de mar”, una caída o a expensas de que el habitáculo pudiera inundarse, pero siempre en condiciones físicas inhumanas, lidiando con la hipotermia y la deshidratación. De hecho, hay quien pone en duda su versión, como del mismo modo también “hay expertos que la ven verosímil si se dan unas circunstancias óptimas” de navegación.
Según la citada información, hay constancia de hasta siete casos similares documentados en aguas canarias desde 2018, aunque se pone el acento en uno de ellos, el que acabó con la detención de la tripulación del buque, que fue acusada de inmigración ilegal. Es la clave a la que se aferran los que consideran una invención tan peligrosa travesía, aunque en cualquiera de los casos supone desatender las circunstancias que motivan la huida -por motu propio o a través de redes mafiosas- de quienes ponen en riesgo sus vidas para alcanzar suelo europeo, que es el gran y auténtico tema de fondo, por encima incluso de las disquisiciones que queramos practicar sobre lo sucedido durante esos once días, como si esperásemos a que apareciese un nuevo García Márquez a relatarnos la odisea de sus protagonistas desde que el barco zarpó del puerto de Lagos, en Liberia, hasta alcanzar el puerto de la Luz en Las Palmas, e incluso a verlo en una película.
La semana pasada lo exponía en este periódico Jesús García, presidente de Andalucía Acoge: “La migración es un fenómeno que va a seguir pasando y habrá que seguir implementando recursos y estructurando la sociedad, y por supuesto trabajando desde la base. El proceso migratorio empieza en el lugar de origen de la persona. En esa ciudad de origen nadie se quiere ir de allí y dejar sus raíces y su familia. Se van porque hay unos factores climáticos, de guerra, de miseria, que hacen que aquellas personas que saben que existe España y Europa decidan venir. Para atender esa realidad hay que trabajar con el lugar de origen, creando escuelas... En vez de gastar el dinero en poner vallas, si consigues crear un entramado social que permita vivir allí dignamente ya tienes otro recurso. No podemos tener miles de muertos en el Mediterráneo sur y mirar para otro lado. O lo ocurrido en Melilla. Hay que regular los flujos migratorios y crear caminos seguros. Y después un sistema de gestión de las personas que llegan que respete la dignidad de esas personas y ver cómo estructuramos nuestros mercados laborales para que estas personas puedan integrarse laboralmente. Lo otro ya se ha demostrado que no funciona”.
Con invención o sin ella, la imagen de esos tres subsaharianos sentados sobre la pala del timón del buque sí es real, habla por sí misma y exige una explicación, pero no de ellos, sino de los despachos. Una más.