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Jueves 14/11/2024
 

Jerez

Niños que cruzan fronteras: Sale Fofana, Mali

Sale fue rescatado en aguas del Estrecho después de que la barcaza en la que viajara fuera volteada por el mar. Tenía 16 años cuando pisó tierra española

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Sale partió de Mali cuando tenía apenas 15 años

Sale partió de Mali cuando tenía apenas 15 años

El temporal en alta mar arrecia y cada vez entra más agua en la precaria embarcación de remos a la que Sale y otras seis personas se aferran con todas sus fuerzas para no caer al mar. Las olas son cada vez más altas y parece que en cualquier momento engullirán la estructura de madera que les sostiene como si fuera una pequeña cáscara de nuez. Están solos en medio de la inmensidad del mar, salieron a las cuatro de la madrugada y, siete horas después, se dan cuenta de que no van a lograrlo. Avisan por teléfono a tierra firme una y otra vez, pero la respuesta de la guardia costera de Marruecos siempre es la misma: es domingo y no están trabajando, no va a venir nadie. Entonces, alguien logra contactar con Helena Maleno, activista española que vive en Marruecos, quien alerta a salvamento marítimo español. Confirman que pueden enviar un barco en una hora. Sale observa el fondo de la barca ya completamente anegado. «Si tardáis una hora, lo que tendréis que buscar serán nuestros cuerpos» explican desesperados a Helena, quien les asiste al otro lado del teléfono. Les pide que aguanten. Una gran ola les sacude y la barca vuelca. Todo es confusión, pero también certeza: es el final, se acabó.

De pronto, entre el rugido enfurecido del mar, se distingue otro sonido. Es el helicóptero de salvamento marítimo que les está buscando. Los divisan y descienden hacia ellos con cuerdas. Uno a uno, los van rescatando del mar y los suben al helicóptero. Aterrizan en tierra firme y Sale pisa por primera vez el suelo de Jerez. Tiene dieciséis años.

Un año antes, Sale tomaba la decisión de marcharse de Mali. El conflicto bélico que azota Mali desde 2012 se extendía desde el norte al centro del país de manera alarmante. El terror en su más cruda expresión se cebaba con aldeas enteras a manos de independentistas y de yihadistas.

La infancia de Sale fue tranquila porque vivían al sur del país, donde aún la guerra no había llegado. Sus padres no querían ni oír hablar de la posibilidad de que él se fuera, pero Sale quería estudiar y fue consciente a pronta edad de que su único destino posible sería trabajar en el campo. «Es eso o que tu familia sea rica, porque allí la educación es gratuita sólo hasta bachillerato, si quieres estudiar más cuesta mucho dinero. Yo veía a las personas que venían de Europa de vacaciones. Tenían otra mentalidad, expresaban sus opiniones de forma diferente, había algo en su manera de hablar, de comportarse… Tenían su dinero y no dependían de nadie, yo también quería tener eso». Además, Sale era consciente de que los yihadistas estaban llegando a todo el país: «Allí vivimos de la agricultura, pero si entran en tu pueblo no te permiten trabajar, si te cogen en el campo te matan, si te manifiestas los policías te disparan. La gente no tiene esperanza y se marcha del país». Así que, una noche, en lugar de esperar a que amaneciera como de costumbre para tomar el desayuno que le hacía su madre antes de ir a clase, Sale cogió su maleta, apagó el móvil y sin decir nada se marchó de casa, rumbo al norte. Tenía quince años. «No es nada fácil. Las primeras semanas lo pasas fatal, no paras de acordarte de tus padres. Hay momentos en los que te arrepientes y piensas ¿qué he hecho? Quieres volver, pero ya no puedes, porque supone arriesgar doblemente tu vida. Asumes tu decisión y te haces fuerte».

Sale consigue llegar a Gao y cruzar una de las fronteras más peligrosas que existen. Pagan a un conductor que los lleva a él y a otras personas en un todoterreno hasta Argelia a través del desierto. «En el camino uno casi nunca va solo, siempre hay otra gente. Avanzábamos durante el día y por la noche teníamos que parar, apagar las luces y guardar silencio. Yo podía dormir porque entonces era un niño y no era tan consciente del peligro, pero los mayores que iban conmigo pasaban todo el tiempo vigilando con los ojos bien abiertos. Ellos sabían que si nos veían nos lo quitarían todo o nos dispararían». La travesía por el desierto duró dos días, alimentándose sólo de galletas y del agua que cada uno llevaba. Cuando llega a Argelia llama a su padre y le cuenta que ha conseguido cruzar: «Mi padre sabía que ya no podía volver, así que me deseó suerte y que siguiera adelante. Mi madre no era capaz de hablar, sólo lloraba».

Sale estuvo en Argelia varios meses y después en Marruecos. Pese a que casi pierde la vida en el estrecho, lo que él recuerda como lo más duro fueron los intentos de salto en la valla de Melilla.

«Vivíamos en los asentamientos del monte Gurugú y todos los días los militares nos buscaban y lo quemaban todo. Tienes que reconstruir tu vida cada día sobre las cenizas del día anterior. Allí en la montaña vive muchísima gente y los saltos a la valla se organizan por comunidades. Cada país tiene sus intentos, pero de Mali somos muchos y es muy difícil ocultarse. Sólo para llegar a la valla te pasas dos días caminando, así que cuando llegas ya no puedes volver, tienes que intentarlo. Los guardias saben que vamos a llegar, pero no saben exactamente por dónde. Debes permanecer oculto hasta que dan la orden de correr hacia la valla. El salto en sí dura dos minutos, si tardas más, se ha acabado la película. En dos minutos te lo juegas todo. Echas a correr y lo primero que haces es enfrentarte a los guardias que van a intentar detenerte. Si consigues llegar a la primera valla, normalmente uno coloca una escalera para poder saltar y abrir la puerta a los demás desde dentro. En la segunda valla no hay puertas y la única opción es trepar, pero hay concertinas» — explica Sale, mientras me enseña algunas cicatrices que surcan sus brazos. «Cuando estás subiendo no te puedes defender, así que normalmente te pegan mientras trepas. Te pueden partir los pies, las manos o incluso matarte. Lo peor es cuando, después de varios meses, consigues saltar y te coge el guardia y tranquilamente abre la puerta de la valla para echarte fuera de nuevo. En un momento, todo lo que has conseguido vuelve a cero. Yo lo logré al tercer intento».

A Sale le indigna profundamente la realidad que cada día viven tantísimas personas en nuestra frontera sur. «Cada vez muere más gente y a nadie le importa, no vemos nada de lo que ocurre allí. Escuchamos en las noticias que han muerto cien, doscientos… la gente se queja en las redes sociales, pero después, ¿qué pasa? Nada. Sólo pierde el que murió. Ni siquiera se investiga. A mí me duele demasiado. Luego decimos que somos iguales, pero unos llegan de una forma y otros de otra, es insoportable. Tu gente está muriendo y ni siquiera se hacen declaraciones, nunca veo a ningún presidente africano hablar de esto. Mañana, la gente seguirá llegando a la valla y volverá a pasar lo mismo. ¿Te imaginas que fueran ciudadanos europeos y no africanos? En otros países matar a diez ciudadanos de otro país significaría una declaración de guerra, pero nadie responde por los africanos. ¿Dónde está la igualdad?».

Sale pasa los primeros años en España en un centro de menores. «Cuando llegas te das cuenta de que las cosas no son como imaginas. Piensas que llegarás y que al día siguiente ya empezarás a estudiar y a trabajar». Además, Sale llegó sin documentación, lo que le imposibilitaba hacer prácticamente cualquier cosa. A los dieciocho años, debe abandonar el centro de menores y es acogido en un piso de extutelados de Hogar La Salle. Como no puede convalidar los estudios que hizo en Mali, empieza la ESO desde el principio, compaginando las clases con algunos trabajos temporales.

«Algunos chicos salen del centro en situación irregular, otros con permiso de residencia pero no autorizado a trabajar. Entonces ¿cómo se hace? Si yo cumplo dieciocho y me dejas en la calle, no me autorizas a trabajar, no tengo familia, no tengo dinero, no tengo qué comer, ni dónde dormir ¿qué puedo hacer para sobrevivir? En mi caso fui acogido por una entidad social, pero no todos tienen la misma suerte. Si tú a ese menor antes de salir del centro, le das la residencia con su permiso de trabajo podrá hacer algo, si no encuentra trabajo en la ciudad se irá al campo, se buscará la vida”. Precisamente con la última reforma en el reglamento de extranjería se ha avanzado en este sentido, ahora los chicos y chicas que salen de los centros de menores lo hacen con un permiso de residencia de dos años que les autoriza a trabajar.

Hablamos de algunos prejuicios sobre los jóvenes que, como él, llegaron siendo menores en busca de una oportunidad de futuro y tienen que superar muchísimas barreras: «Cuando escucho a algunas personas decir que estos chicos les quitan el trabajo, me hace gracia. Un chico que viene de otro país, que no tiene ni idea del idioma y se pone a aprender español desde cero, que no tiene papeles ni permiso de trabajo, ni familia, ni medios, que se pone a estudiar, a hacer cursos… y finalmente consigue un empleo, ¿me estás diciendo que tú, que lo tienes todo desde el principio, no eres capaz de conseguir ese mismo empleo?».

Además, una de las principales consecuencias de la situación documental irregular es la explotación laboral. «Cuando dicen “claro, es que ellos trabajan por cualquier salario” ¿por qué creen que ocurre esto? Precisamente porque si te ofrecen trabajar varios meses por una miseria pero a cambio te prometen regularizar tu situación, ¿qué harás? Si las personas tienen su situación regular desde el primer momento no aceptan condiciones injustas».

Sale acudió a CEAin para recibir apoyo educativo y terminar la ESO. «Me asignaron a Soraya como tutora y fue ella la que me animó a presentarme a las becas de Fundación Albor. Gané y pude titularme como Auxiliar de Enfermería. Fue difícil estudiar y trabajar para vivir al mismo tiempo, pero en CEAin me apoyaron y me ayudaron con el alquiler hasta que encontré trabajo».

Actualmente, Sale tiene veintidós años y trabaja como mediador intercultural en Tharsis Betel. Habla seis idiomas: árabe, francés, bambara, mandinga, soninke y español. Quiere ampliar sus estudios en la rama de integración social. Desde que dejó su país con quince años no ha vuelto a ver a su familia, uno de sus mayores sueños es poder ir a visitarlos. Desde aquí les ayuda todo lo que puede: «Allí viven de la agricultura y en la época de lluvias cultivan todo lo que van a necesitar durante el año, pero la salud y la educación no son gratuitas, si alguno de mis hermanos enferma tengo que enviar dinero para que lo puedan llevar al médico».

En el futuro le gustaría poder volver a Mali: «Siento que puedo aportar valor a mi país. Me gustaría poder volver, tener allí mi empresa y estar al lado de mi familia».

 

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