El tiempo en: Costa Occidental
Sábado 23/11/2024
 

San Fernando

El primer recuerdo

Camarón y yo fuimos algunos de esos niños libres del verano cañaílla.

Publicidad Ai
Publicidad AiPublicidad Ai
Publicidad Ai
Publicidad AiPublicidad AiPublicidad Ai Publicidad AiPublicidad Ai Publicidad Ai
  • Imagen de archivo de Manuel en el mausoleo. -

Lo he contado pero no recuerdo haberlo escrito hasta ahora. Lo hago para Antonio Atienza y los lectores de San Fernando Información. Por primera vez. Sé que será un texto para nosotros, para los isleños, que hablará de recuerdos de una Isla ya pretérita pero viva en la memoria de muchos. Se trata de la primera vez que vi y escuché a Camarón. He pensado tantas veces en esta primera imagen de José Monje Cruz que ya no sé si la he vivido realmente. Algo así contó Patricia Cavada el pasado martes en una mesa de Canal Sur Radio a la que también asistí. Le habían dado tantas versiones de algunos retazos vitales de Camarón que ya dudaba de haberlos vivido ella misma. Pero no, éste lo viví yo, de eso estoy seguro. ¿Cuándo? Entre mis siete y mis diez años. Que son los años que Camarón tenía entonces, porque Camarón era cinco meses mayor que yo.

Los niños de la Isla de los 50 gozamos de un espacio privilegiado de libertad. La ciudad empezaba en la Cruz Roja y terminaba en Borrego. Detrás del ayuntamiento, casi enseguida, había un conjunto de huertas y manchones en dirección norte y sur. Y luego el mismo espacio de esteros y salinas que al bajar las calles perpendiculares, que conducían al caño de Santi Petri, el que pasaba bajo los ojos del puente de Suazo e iba hasta la Carraca. Todo lo que hoy hay detrás del colegio del Liceo, de la Compañía de María, de la antigua Academia de O’Dogherty eran huertas. La de Melchor, la de las monjas, la de los vecinos de ese tramo que arrancaba casi en la iglesia de San Francisco. Hoy sabemos lo que hay. Barriadas de pisos y Bahía Sur. Más el espacio aún virgen que llega hasta la “Mojosa” por Pery Junquera. El caso de la otra pendiente, tan suave, es diferente pero muy parecido. Porque era ese derrame de la ciudad hasta la playa de Camposoto, que fue un espacio de huertas y más huertas, más el cerro en donde se erigió la ermita de los mártires San Servando y San Germán e inmediatamente, por ese camino, hasta el CIR, los acuartelamientos del Ejército de Tierra de la Isla.

Junto a las huertas y manchones plantaron por aquel entonces lo que todos los isleños añoramos al recordar: los cines de verano. Por la estación, por Madariaga, por los predios de las callejuelas. Pero bueno, esto de los cines de verano fue la felicidad de las noches de verano, programa doble dos reales. Las mañanas del verano tenían otros atractivos para los niños que fuimos Camarón y yo. Porque cogíamos el camino de la venta de Vargas que llevaba al puente de Zuazo, donde nos esperaba la aventura y el frescor del agua. Íbamos muchos, muchos. Y nuestra diversión consistía en bajar “la escalerilla” y tirarnos al agua, nadar un poco (los más valientes y más fuertes y más expertos nadaban más, se alejaban más de la escalerilla) y volver a repetir la operación una, diez, veinte veces más.  No había vigilante salvador allí, sólo muchos ángeles de la guarda. Sobre todo para los que se tiraban al agua desde arriba, cinco, siete metros, más, no sé calcularlo ahora, de pie, de cabeza, y nadar hasta la escalerilla obligatoria.

Camarón y yo fuimos algunos de esos niños libres del verano cañaílla.

Pues bien, en la “ruta” de la libertad de aquellos años, pasábamos por delante del viejo castillo de San Romualdo, que tenía de todo dentro. Digo un taller de aluminio, un güichi, ¡un reñidero de gallos!… Los billetes se veían en esos años de la Isla en dos sitios por esa parte de la ciudad, digo en el “reñiero” del Castillo y, cruzando el puente, en el Tiro de Pichón, una venta de nombre tan literario como El Inesperado. Se apostaba duro, con billetes que se blandían en contraste con aquella sociedad encogida y en cierto modo menesterosa. Pues fue en ese castillo siempre casi ruinoso lleno de galleras con gallos de pelea, en concreto en el güichi, donde yo conocí a Camarón de la Isla.

Fue una mañana festiva, un sábado o un domingo. Me atrajo la bulla que había dentro. Y las palmas y gritos. Pasaba por allí como tantos días camino de las escalerillas del puente cuando escuché y vi lo que había dentro. Me acerqué, entré y vi a un niño rubio subido en una mesa de tijeras que cantaba para locura de los clientes y los curiosos, que de todo habría.

Es un recuerdo colgado de un alfiler sobre un tendedero de la memoria, lo confieso, pero estoy seguro de que aquel niño rubio que cantaba subido en la mesa de tijeras era Camarón y eran fandangos los que cantaba.

He traído este recuerdo una y otra vez al análisis de mi vida. Las otras veces que vi a Camarón y lo escuché cantar ya era yo un muchachón de 17 años, con la mente alerta. O un hombre hecho y derecho, que diría mi madre. Como en el bautizo de su hijo Cheíto. Pero fue especialmente cuando Fernando Miranda me encargó que lo entrevistara para MIRADOR DE SAN FERNANDO, que venía a la Piscina del Parque y ya era un Artista con un disco editado, su primer disco editado, el recuerdo que te llega brioso a la memoria. Conservo una foto de aquella entrevista, que nos hizo Juan Franzón para el semanario, me puse una corbata de lunares. Éramos dos cañaíllas de la misma edad que, en cierto modo, empezábamos a lograr nuestros sueños.

Hubo ese lapso de un decenio que luego todos hemos explicado al rellenar los huecos de su biografía, digo su primer viaje a Málaga con Miguel de los Reyes, su llegada a Madrid, a Torres Bermejas y al seno de la familia de don Antonio Sánchez Pecino, el padre de la otra cara del flamenco contemporáneo y de su propia vida, Francisco Sánchez Gomes, Paco de Lucía. Y el resto de toda una aventura que terminaría un atardecer de sol dorado, caluroso y bello, cuando sus paisanos y el pueblo gitano sacaron su féretro del coche que lo traía a la Isla y revolotearon las golondrinas sobre el sudor de quienes lo cogieron, sobre ese ataúd color de miel que contenía el cuerpo sin vida de aquel niño rubio que vino a este pueblo y a este mundo para conseguir la inmortalidad por su arte inmarcesible y maravilloso. Era hijo de Luis y de Juana y vino al mundo en la calle Carmen, el corazón del barrio de las Callejuelas.

TE RECOMENDAMOS

ÚNETE A NUESTRO BOLETÍN