Sólo el día era tan inconsciente como ella, que paseaba tranquila, sin presentir la muerte, ni auspiciarla.
La calle lucía festiva, aunque era diario, porque el sol la engalanaba y los balcones y los portales parecían de postal de los años 60 y sólo faltaban las gitanillas de pega y los flamencos y las guitarras y las patillas a lo Curro Jiménez, para parecer tan irreal como un cuento.
Pero sólo fue entrar en el asador de pollo y ya sintió que la muerte estaba dentro y un escalofrío arreció en su espalda y un encogimiento de alma, de presagio de fatalidad, cien veces anunciada, la regaló por entero.
Pero se sobrepuso, porque la vida le había enseñado, que, si al miedo no le echas cara, te come por entero. Así que se contentó con decirle al dueño del asador;
“¡Qué calor que hace aquí dentro!”, a modo de improvisado saludo.
El hombre no la había visto antes o se le había perdido su cara, entre las tantas que veía a diario, pero ya no se le volvió a olvidar y la llevará pegada al recuerdo, hasta que una sábana blanca anule su mente y su cuerpo y el último suspiro se lo lleve prisionero.
“¿Qué va a ser?”, le pregunto quedo.
Y ella se lo dijo:
“Media docena de puñaladas que no podrás evitar, por mucho que lo intentes.
Porque ya está en la puerta el matarife, ya está entrando loco de celos, de impotencia, de mierdería de necio, y lleva un cuchillo de muerte colgando de los dedos, empuñado con fuerza, desproporcionado en tamaño y acompasado, con la furia que lo hiere por entero”.
“¿Qué haces aquí?... que no puedes”, le grita ella, cuando lo ve, pensando en la orden de alejamiento.
Se silencia el pollero, sorprendido y asustado, sin ver, ni saber, de las intenciones del tipo, porque ni en casa de su madre, ni en la suya, jamás se ha hablado así a las mujeres ,y menos aún, se las ha empujado, ni se las ha agredido
“¡Quillo, quieto!”, se atreve a decirle no pensando que la cosa vaya a más y que sólo sea una discusión más de pareja
Pero ella sí lo sabe, lo sabe porque lo soñó muchas veces mientras él la amenazaba, rechinando los dientes y saliéndole la bilis por los ojos, supo que un día se haría realidad y por eso huyó de su lado y se lo supo al cuello, matándola poco a poco en la agonía, de saberse mártir sin fe, despedazándola en vida, cortándole con saña, las alas y los sueños.
No fueron sus puñaladas de hiena al acecho las que la mataron, sino la necedad de él, las malas artes, su odio y su incapacidad para saber dar amor, para tratar a una mujer como un igual, para darle su sitio, para preocuparse por la que tanto te ha dado, siquiera un poco más que ese dueño de asador, que cuando la ve recibir estoque de castigo, se lanza desde el mostrador, para ayudarla, acorralándolo y cegándole la fuga, porque el muy cobarde, aún quiere huir de su fechoría.
Mientras ella lucha contra la muerte, ve a las moscas zumbando a su lado, las sabe presentes en un festín de sangre, al que fueron invitadas al igual que en la plaza, para ver morir a una inocente que sólo quería volar a ras del mar y de la aventura, pacífica criatura, a la que entablillaron sus pasos y segaron los hilos de su vida.
Fuera oye voces de vecinos indignados, mientras la sangre tiñe el suelo de rojo y las moscas –inmisericordes– se arremolinan.