El lunes 15 de septiembre de 2008, a las siete de la mañana, hora de Nueva York, la compañía de servicios financieros Lehman Brothers se declaraba en bancarrota con 613.000 millones de dólares en deudas y desencadenaba la crisis económica más brutal desde el famoso crack del 29; aunque no todo fue similar a entonces. Como recordaba Claudi Pérez en un artículo publicado en El País hace unos días, a diferencia de 89 años atrás, “los banqueros de las entidades en quiebra se llevaron suculentos bonus y no hubo suicidios de ejecutivos, sino de pensionistas en la ruina”. Es más, el hecho de haber trabajado para la citada firma ni siquiera se convirtió en estigma, sino en fuente de experiencia: ahí tienen a Luis de Guindos, director de Lehman Brothers en España en 2008, quien, tras pasar por el Ministerio de Economía, ostenta actualmente la vicepresidencia del Banco Central Europeo.
Hay dos películas terroríficas que retratan con precisión y enorme carácter didáctico lo ocurrido hace ahora diez años. Una de ellas es Inside job, un documental -lo que hace más aterrador aún lo que cuenta- en el que se explican el origen, las causas y las consecuencias vinculadas al anuncio de Lehman Brothers. La segunda es Margin call, en la que se recrea la falta de escrúpulos de los ejecutivos de una entidad financiera -¿la misma Lehman Brothers?- a punto de irse a pique, no sin antes asegurarse una más que saneada jubilación a costa de sus clientes.
De cualquier forma, esas películas sólo quedarán como testimonio de uno de los momentos clave del nuevo siglo XXI. Lo peor aún estaba por llegar, y para recordarlo no necesitamos películas ni recortes de prensa, basta con atravesar nuestra propia memoria o con seguir extrayendo los trozos de metralla incrustada en nuestras familias, en nuestras arrugas o en nuestras cuentas bancarias como consecuencia de la onda expansiva que sacudió el tablero de juego con la fuerza de las olas de un tsunami en primera línea de costa.
A la orden impuesta por Angela Merkel desde el trono de la corte europea en favor de los recortes y la austeridad, comenzaron a sucederle la caída de la inversión pública, los cierres de empresas, las regulaciones de empleo, un paro galopante, los desahucios, las desigualdades, la pobreza, los rescates a la banca, la generación más preparada de la historia convertida en juventud sin esperanzas... Y, por supuesto, como describe Antón Costas en un artículo del especial Negocios sobre la crisis económica, “una nueva aristocracia del dinero dejó tirados en la cuneta a los que se iban quedando atrás” para seguir acumulando más riquezas.
En España se cumplieron los vaticinios y, pese a que el Banco de España ya alertó en 2003 de que el precio de la vivienda estaba alcanzando cotas inasumibles, optamos por aguardar al estallido de la burbuja inmobiliaria como quien espera los fuegos artificiales de la feria, disfrutando del servicio de barra libre. Y no es que resulte fácil describirlo como tal desde la distancia, es que ya entonces era palpable lo que estaba a punto de ocurrir sin que hubiera quien se diese por aludido: quien no se compraba una segunda residencia como inversión, adquiría un coche de alta gama utilizando a cualquier familiar como avalista; quien no abandonaba los estudios para irse a ganar dinero fácil como albañil, montaba su propia cuadrilla para trabajar en la costa o creaba una inmobiliaria...
Diez años después del inicio de la debacle hemos llegado a coincidir en que es plausible hablar de recuperación, y también en asumir la aceptación de que nada volverá a ser como antes. Lo hacemos como familia bien avenida, por preservar un poco las formas, pero conscientes de lo que aún cuelga en los armarios: mucha precariedad. Y en el combate contra esta nueva forma persistente de crisis surge a veces la incógnita de si habremos aprendido algo de toda esta historia reciente, de cada una de nuestras heridas, de cómo hemos cambiado..., ante la sospecha de que terminemos empujados a asumir de nuevo las consecuencias, si es que seguimos sin alguien dispuesto a convertir en práctica alguna de las teorías salvadoras en vez de seguir esperando a Godot.