La política ha acumulado tantas decepciones en los últimos años que hemos terminado por reconocernos en declaraciones de Felipe González o Alfonso Guerra, a los que casi habíamos retirado el saludo por las sospechas acumuladas en sus años de gobierno. Con Aznar cuesta más trabajo, porque donde los primeros solo ven sentido de estado, él añade el sentido disciplinario y la superioridad moral que atribuye a sus siglas, pero los tres parecen responder, en mitad de tanto desconcierto y bandazo, a una misma necesidad de fuga, incluso de alerta, en la que también se agredecen breves destellos de humor, como el protagonizado hace unos días por un “alto cargo” de Ciudadanos sobre su ex secretario de Organización: “El PP cree que ha fichado a uno de la CIA, pero Hervías es Mortadelo”, le confesó a El país.
Ese decepcionante rumbo de la política se experimenta también en otros países del primer mundo. Basta con mirar a Reino Unido o, más recientemente, a Estados Unidos, donde, además del bochorno continuo por los excesos de su anterior mandatario, se cumplía la famosa cita de León Bloy: “Para saber la opinión que tiene Dios del dinero, solo hace falta fijarse en las personas a quienes se lo da”.
Todos ellos comparten, en cualquier caso, un nexo en común, el de la política convertida en espectáculo. La primera vez que lo detectamos fue con el debut en el Congreso de los nuevos partidos, a los que les bastó estrenar el sillón de sus escaños para entender el hemiciclo como un plató de televisión, un Al rojo vivo a gran escala. Sobre todo Podemos y, por contagio, después, algunos más.
De ahí al salón de plenos era solo cuestión de tiempo y, preferentemente, en aquellas corporaciones de alto sesgo populista. Así ha sido hasta que el entusiasmo se ha ido diluyendo con el paso del tiempo y con las divisiones internas más a la izquierda; tal vez a excepción de Cádiz, donde su alcalde aún se permite determinados arreones para espabilar a su público, como preocupado porque cunda la siesta acomodaticia, y para que no pierda el hilo y la causa común que les une desde hace seis años.
Pero las constantes permanecen ahí porque, como digo, ya no es solo un rasgo distintivo de las fuerzas con tendencias populistas, entre las que hay que incluir desde Vox a los independentistas catalanes, sino que ha terminado por provocar la rendición de otros partidos, incluido el PP, que también espera que le aplaudan y alaben las ocurrencias: “Show must go on”.
¿Recuerdan cuando Gabriel Rufián se presentó en el Congreso con la impresora? Fue una de entre las muchas puestas en escena ensayadas con las que parecía reclamar, más que nuestra atención, su fichaje por El club de la comedia. Por eso cuesta tanto asumir que, después de afearle su martingala, haya ahora que revestir de dignidad el que alguien de un partido como el PP haga lo mismo bajo similar pretexto mediático, cuando presentan tantas semejanzas. Lo hizo Isabel Díaz Ayuso cuando acudió a la Asamblea de Madrid con un adoquín de los lanzados durante las protestas en favor de Pablo Hasél, confirmándose como la alumna más aventajada de Miguel Ángel Rodríguez para desplegar una estrategia que pretende incurrir en el mismo ventajismo emocional y efectista del populismo, aunque sea a base de aprovechar sus mismas armas.
Puede sonar a contradicción. Combatir al populismo con populismo. O peor, admitir que las técnicas de comunicación populistas son más efectivas de cara a alcanzar el objetivo electoral, lo que implica convertir la política en espectáculo, como inspirada en un programa de televisión. Lo ha hecho esta semana el portavoz del PP en el Ayuntamiento de Jerez, Antonio Saldaña, que acudió al debate con una alarma de seguridad que hizo sonar a medida que enumeraba los incumplimientos del gobierno local durante los últimos años.
El juego remitía al de La isla de las tentaciones, en un constante guiño hacia el telespectador -si es que lo hay siguiendo los plenos-, pero el efecto apelaba igualmente a nuestra paciente observación de un panorama político para el que nos estamos haciendo viejos por la vía del cansacio y la decepción.