DESCONOZCO si el lector, o lectora, vio la pasada semana a Hamid Karzai, presidente de Afganistán, llorando porque temía por el futuro de su hijo en un país tan inestable como el que él gobierna. Ciertamente desconozco incluso si tengo lectores o lectoras.
Resulta que este hombre se puso a sollozar tras recordar que “nuestros niños no pueden ir a la escuela por miedo a las explosiones, los ataques suicidas y los bombardeos”... Los asistentes al acto, viendo tanta humanidad, tanta sensibilidad, le aplaudieron y él sacó un pañuelo blanco, de seda, y se sonó los mocos.
Este hombre fue designado como presidente de la Administración Transitoria el 22 de diciembre de 2001 después de la invasión de Estados Unidos. Antes de este hecho, entre otras cositas, trabajó para la compañía petrolera Unocal. Compañía estadounidense que en los años 90, después de que los talibanes tomaran el poder en Kabul, firmó un contrato para construir un gaseoducto desde un enorme yacimiento en Turkmenistán a través del territorio afgano hasta llegar al océano Índico.
Este hombre lloraba... siento decirlo... como los asesinos lloran al matar a sus propias familias. Él sabe por qué su hijo no puede estar tranquilo en ese país... él sabe que en este mundo son muchos los que valoran más un barril de petróleo, unos metros cúbicos de gas natural, unos diamantes del tamaño de un clítoris, que la vida de los pobres, de los desgraciados, ya sean hijos, padres o espíritus santos.
Y él lo sabe porque él es uno de esos zánganos capaces de vender a su madre, a su país, por un pañuelo de seda. Sabe que su país lleva décadas llorando sin que nadie le aplauda... ni le ofrezca un pañuelo... lo más que consiguen los afganos es que les bombardeen hasta en la cavidad ocular... Karzai lloró lágrimas secas... su país orina sangre en un desierto de silencio.