Van los niños y las niñas disfrazados y disfrazadas de brujitos y brujitas. Y no saben a qué van, ni tampoco por qué van. Van porque en la escuela de la Logse el talento, el esfuerzo y demás virtudes han sido suplantados por la mediocridad, porque el claustro de profesores ha bebido más en las fuentes de El príncipe de Bel Air que en las de José Zorrilla.
La importación de Halloween no es sino la consecuencia directa de la falta de argumentos de quienes tienen la encomienda de formar a los pequeños, que en ocasiones no saben cómo dar contenido a las horas lectivas que restan entre puente y puente. Entonces es cuando sin saber por qué empiezan a reproducirse calabazas sin motivo aparente, cuando en España la única calabaza con mediana tradición es la Ruperta de Chicho Ibáñez Serrador y Mayra Gómez Kemp.
Siempre habrá quien pretenda zanjar el debate defendiendo la teoría de que este tipo de celebraciones no hacen daño a nadie. En efecto. El hecho de que los niños y niñas repartan caramelos vestidos de negro y naranja es inocuo. Tanto como celebrar el día de San Patricio o el de la Independencia, como tirarse a una fuente cuando los Lakers ganen su próximo anillo. Total, no hace daño a nadie...
La historia de los pueblos, sin embargo, se escribe día a día en base a pequeños hechos cotidianos que terminan arraigando entre la población para convertirse en signos inequívocos de identidad. Y una cosa es que esos hechos vengan importados a través del cine o la televisión, y otra bien distinta que sean los claustros de profesores quienes amparen e incluso promuevan la modificación artificial de esas señas de identidad. Quienes así actúan son merecedores de calabazas tan hermosas... como nuestra querida Ruperta.
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