Desde hace algún tiempo, estamos soportando en casa una serie de llamadas telefónicas, impertinentes y extemporáneas, que se presentan a las horas más inoportunas de nuestra vida familiar.
Para ello, escogen las horas más íntimas: la comida, la siesta, el telediario, el aseo, la salida y la hora de hacer alguna tarea que hemos dejado para la tranquilidad del hogar sagrado. Si no está mi mujer, insisten en que le diga la hora en que suele estar. Y, por añadidura, preguntan quién soy yo y cómo me llamo. Son timbres de voces con acento foráneo, de gente desconocedora de nuestras costumbres.
No sé de dónde habrán tomado nuestra dirección ni a quién le han pedido permiso para irrumpir en nuestra vida con la oferta de un cambio de teléfono, con las ventajas de una nueva línea de internet, con servicios de asesoramiento de préstamos que no hemos solicitado, de créditos imposibles, de venta de libros, de ofertas de seguros fúnebres, de cambio de automóvil... Ocupan un buen tiempo de explicaciones y no paran hasta pretender engancharnos y conseguir su objetivo.
He intentado a veces guardar las formas, pero es imposible hasta que no le concedas algo; te tienen secuestrado. Por fin, uno termina pidiendo excusas y colgando el teléfono. Pero te asalta la mala conciencia al pensar que el que llama puede ser un hombre o una mujer que no ha encontrado otro trabajo en España que éste. Te hubiera gustado darle una esperanza, una solución favorable, pero tampoco lo quieres engañar y le dices: “Mire, no me interesa, lo siento”. Por tanto, no culpo a las personas utilizadas para este fin, sino a las empresas que manipulan impunemente y sin permiso nuestros nombres y nuestros teléfonos. Y, sobre todo, la hora que utilizan para hacerse oír. La inoportunidad es un vicio que no conocen los que lo utilizan, pero es caer sobre las personas fuera de tiempo y de propósito, para conseguir un objetivo interesado haciéndose oír. Los únicos que pueden utilizarlo son los niños y hay que educarlos para que no se conviertan en un muermo del que todos huyan.
Al dios Mamón –el del dinero– no le importa sacrificar a los indefensos empleados convirtiéndolos en inoportunos, con tal de que saquen beneficio en metálico; como tampoco le importan invadir las casas y molestar a los que vienen rendidos de trabajar, con tal de que piquen el anzuelo. Algunos amigos coinciden en que sufren esta lacra de salteadores a destajo y a horas inoportunas. Es más, dicen que la misma publicidad está invadiendo los móviles, las páginas del correo electrónico, la página web y el sufrido buzón de tu correspondencia, sin que puedas liberarte del inoportuno. Debería existir una ley que protegiera “de verdad” la intimidad de las personas y de las familias.