En mi comunidad vive un fulano muy machote que se mea en las macetas de la terraza para marcar su territorio como hacen los animales. Se engomina el tupé y se recorta el bigote para imponer respeto, pero tiene las bisagras más flojas que un muelle de plastilina. Desde que jugaba a piola cuando chiquitito no ha vuelto a doblar el espinazo. Eso sí, a mala uva y mala lengua no hay quien le gane. Lleva cincuenta años confesando los mismos pecados que confesaba al padre
Grillito y hoy día el cura que lo escucha aún lo absuelve, después de mandarle veinte
padrenuestros de penitencia, por temor a quedarse sin el euro que echa en la bolsa los domingos en misa de doce.
Este Superman en camiseta es pensionista desde el mismo día que lo dieron de alta en el trabajo. Se vino con el cien por cien de sueldo porque el reconocimiento médico de la empresa dio como diagnóstico “vago” y a la Seguridad Social le salía más rentable mandarlo a su casa que tenerlo de baja perpetuamente.
Escupe al paso de los emigrantes, tacha de indecencia las libertades, sigue tildando de
mariconazos y
tortilleras a los homosexuales, califica de abyecto el aborto y se cuadra cuando escucha el apellido Franco. Va al casino, lee el
ABC, ve
El gato al agua en
El Toro TV, escucha la
COPE y se acuesta a las doce en punto, aunque la luna no haya salido. Sermonea a sus hijos hablando de respeto, de honradez y de sacrificio, pero berrea a su esposa encañonándola con el dedo índice cuando le pone el café destemplado. Se pone hecho un cabrón si la comida está falta de sal y si alguno de los nietos se atreve a interrumpirle el partido de fútbol, fusila a los padres con la mirada. De hecho, el verbo fusilar lo conjuga a cada momento en su modo condicional para definir sus intenciones con todo lo que repudia.
Esta casposa y arcaica antigualla se cree dichoso, pero es un resentido intransigente que no considera la opinión de nadie. Todo lo que él dice sienta cátedra. Inhala aires de superioridad, pero es un perfecto inútil que llama al vecino de planta cuando tiene que cambiarle la pila al reloj de la cocina. A la hora de acostarse lo hace con la petulancia y suficiencia del que ha cumplido puntualmente con sus obligaciones diarias. Abandona el butacón con movimientos estudiados; se incorpora bostezando; se despereza; mira a su alrededor inflando el pecho de aire y arrastra su corpulencia sobre las suelas de las zapatillas hacia el dormitorio como si viniera de echar una velada en los astilleros. Su sometida esposa tiene que dejar a medias lo que estaba viendo en la tele porque este caballero español necesita que le deshagan la cama. En ese justo momento, empaquetado en su pijama de franela y acomodado sobre el borde del colchón, acomete la última ostentación de virilidad del día dando las instrucciones pertinentes a la mujer que lo sufre.
¡Engracia! –grita marcialmente como si la estuviera llamando desde el puente de mando de un acorazado- ¡
Apaga las luces, mira las ventanas, echa el cerrojo del portón, cierra la bombona y tráeme el vaso de leche! ¡Caliente y con sacarina! Una rutina inútil de repetir porque Engracia se conoce el manual de este apóstol del machismo al dedillo y cuando todavía él no ha terminado de matizar “
caliente y con sacarina”, la leche ya está puesta en la mesilla de noche en su punto justo de temperatura. El machote de dos cojones, ingeniero en holgazanería, la ingiere pausadamente, se limpia la boca, se atusa el bigote, incrusta su osamenta en la oquedad del colchón y galardona su hombría apuntillando antes de cerrar los ojos:
¡Acuéstate sin hacer ruidos y no te pegues a mí; estoy muy cansado! Engracia encaja la vejación del verraco con la misma abnegación que despliega desde el día de su boda, y enjuaga el flujo de su padecimiento abstraída en el cariño de sus hijos y sus nietos. Antes de reposar sus setenta otoños sobre el filo de la cama para no inquietar el sueño del tirano, friega la vajilla, pone en remojo los garbanzos, plancha la camisa que lucirá por la mañana el macho de la casa y se cepilla los dientes. Entra en la alcoba a oscuras, se pone el camisón en silencio y apoya con cuidado su cabeza sobre la almohada, mientras sus párpados desbordan dos lágrimas de amargura en el mismo lugar que vienen haciéndolo desde hace cuarenta y cinco años,
Aunque este escrito apeste a televisión en blanco y negro y a
Simca 1000, aseguro que no se me ha parado el reloj. Acabé de escribirlo ayer mismo, justamente después de ver la película
Soy Nevenka. En ella vi a todas las Engracia que padecen en nuestros días las humillaciones a las que son sometidas en la intimidad, por esos mal nacidos despreciables, que disfrutan miserablemente con el padecimiento de mujeres intimidadas.
oj