Busco un sentido a las cosas, un sentido a la vida. Cuesta encontrarlo y el pensamiento, que es la emoción tranquilizada por el verbo, se detiene en la nada. Hace ya algún tiempo, en un manual para divorciados que escribió un afamado psiquiatra andaluz, leí que los seres humanos somos más insignificantes de lo que nuestra egolatría nos impele a creer.
El miedo, tal vez desde la nascencia, o poco después, con la crianza, hace acto de presencia, él, que es la invisibilidad absoluta. Y cuando siendo tan pequeño el miedo se apropia de tu nombre, de tu ser, y los devora, el egotismo es nuestra única defensa y la construimos sin todavía poder adquirir conciencia del precio enorme que pagaremos durante el resto de la vida.
Tal vez haya muchos avatares aguardándonos en este recorrido por la existencia, tan incierto, susceptibles de enseñarnos un poco de humildad. Aquí me refiero a dos: quedarse solo un tiempo e introducirse en la astrología.
Porque el cosmos es tan inconcebible, que resulta tarea de titanes resistirse a asumir que la especie humana es una minúscula gota de vida en la inmensidad. Cada descubrimiento de una nueva estrella, de otros planetas, ha venido a confirmar esta fragilidad innata.
Y esta fragilidad se hace cuerpo en lo concreto cuando llegas a casa y las migas de pan siguen esparcidas donde cayeron. Nadie las recogió por ti. Nadie limpió los trozos de tus miserias. Pese a tantos siglos de filosofías, credos religiosos, terapias y revoluciones, pese a tanto saber tecnológico acumulado, la cuestión capital aún no está resuelta: la de abstenerse de hacer de los demás un instrumento cuya manipulación nos reportará el beneficio de la ambición satisfecha, ahíta de emociones que no te pertenecen, que tienen otro dueño, tan humano y frágil como tú.
También leí en aquel libro de psiquiatría que fue escrito pensando en los amores rotos y en sus consecuencias, que las personas, en el fondo, estamos solas y nos necesitamos las unas a las otras. Por ventura, esta es la verdadera ley que rige la existencia. Esta es la ley que todos conculcamos.
Y con acto de transgresión traicionamos la esencia de la naturaleza humana: vivir en paz con los demás y con uno mismo el levísimo tiempo que nos ha sido asignado por la incertidumbre. No conseguir la calma, la mesura, ha sido la constante histórica del ser humano.
La democracia occidental, muerto dios, prometía el paraíso en la tierra al multiplicar las posibilidades de gozar del bienestar material. Pero quienes vivimos bajo sus auspicios hemos descuidado torpemente nuestra inteligencia, nuestra libertad política conquistada tras siglos de luchas y violencias, y empachados de democracia no hemos caído en la cuenta de que es tan frágil como nosotros.
Pues si me quedo en los angostos límites de “mis” derechos y hago de ellos una tiranía encubierta, ¿qué dejaré a los demás, qué les daré? Migajas de pan esparcidas por el mantel que cubría la mesa donde hubo un solo comensal.