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Sábado 30/11/2024
 
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El crucifijo

Se pueden hacer infinidad de matizaciones mirando el puzzle étnico y seguramente ninguna contiene toda la verdad.

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Parece que lo nuestro es original, no formamos una nación después de haber pasado tantas penalidades juntos. O si la formamos, somos unos inconformistas que nos peleamos sin remedio, lo que sería peor. Pues esto he leído estos días; que no hemos sido capaces de consolidar una nacionalidad entre los extremos de vasco y andaluz, catalán y extremeño con castellanos en el centro. La Generación del 98 se llenó de pesimismo y se vino a buscar a España a la meseta central en un esquema muy de Felipe II. Castilla fue para el Unamuno vasco, lo mismo que para el alicantino Azorín, el corazón de este proyecto. Nos ha fallado gente en la llamada transición que nos debería haber unido, es verdad; que cada uno ha ido a lo suyo sin más consideraciones. Algunos piensan desde el pesimismo actual que nos ha mantenido en la historia siempre un lazo de absolutismo y ahora no somos capaces de permanecer en la libertad.
Se pueden hacer infinidad de matizaciones mirando el puzzle étnico y seguramente ninguna contiene toda la verdad. Somos díscolos y de hecho cada vez que se oye restañar el látigo entramos en razón, ésta puede ser una consideración resultante. Mal precedente es éste que nos puede llevar a extremos desagradables. Yo no sé lo que había antes, pero sí es verdad que yo he comenzado a sentir la división desde que se dejó libre el pensamiento en cuanto a las Autonomías y se despertó el egoísmo de minorías en cada uno de estos territorios; generalmente a cada momento se le unió una política local y conflictiva en su pugna con un Madrid centralista. Son intereses de bajos alcances salvo en casos concretos en que se refuerzan con un complejo histórico demasiado resentido. Sólo somos nación en un estadio de fútbol en que abundan las banderas patrias y en donde se santiguan los jugadores mirando al cielo, las dos señales de nuestra identidad.
Yo creo que el problema no es de patriotismo sino de resentimiento, que es bastante más vulgar: alrededor de la bandera y del crucifijo se han asentado tradicionalmente en los tiempos modernos una serie de desaprensivos y logreros con el intento de mal usar el poder en provecho propio y de hecho lo han logrado en muchas ocasiones. Lo más pobre de nuestra historia es el ambiente cuartelero y de sacristía que rezuman muchos rincones de ella y que no se logra tapar a veces con el discurso solemne de los hechos gloriosos. Nos dan miedo los símbolos por lo que esconden de represión social; somos más chorizos que heterodoxos y más pícaros que patriotas, con todos mis respetos a los nacionalismos que tienen que desarrollarse a veces en medio de esta maleza vegetal. A veces, seamos sinceros, la discusión autonómica queda reducida a una guerra de euros que se intentan sacar de la olla central, pero, eso sí, muy aliñada de frases altisonantes que intentan disfrazar la desmesura. El pueblo tiene desconfianza a este discurso florido que trasporta la conciencia a niveles superiores y fija un clasismo social. No podemos ser tan perversos que renunciemos a nuestra bandera que nos unió a todos en empresas aceptadas en el momento, incluidos vascos o catalanes, o a nuestro cristianismo que es núcleo de nuestro pasado. Los profetas del separatismo se han visto seguidos cuando ha llegado la libertad a nuestras calles y se ha aumentado el dinero a repartir, ¿que no? Algunos extienden que los que protestan de quitar crucifijos, quizás sean los más culpables de este extremo y los que elevan lamentos por la bandera son los que más la han condenado.

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