Los gobernantes íntegros son los que apechugan con sus errores y asumen por derecho las responsabilidades que pudieran derivarse de sus actos. En las democracias maduras lo primero que enseñan es el verbo dimitir, y se dimite por cosas tan nimias ¬—para nosotros, no para ellos— como aprovecharse del cargo para abrir una ventana sin licencia, conducir bajo los efectos de tres yintónics o ser pillado in fraganti en la plaza de un minusválido.
Eso en democracias tipo Suecia y por ahí, porque lo que es en un país como el nuestro, donde el personal ni siquiera recoge las mierdas del perro, gustando pisar las propias con tal de joder a la anciana que pasea, lo que sucede cuando se pilla en renuncio al político es que el mecanismo de autodefensa se pone en marcha para hacer ver que todo quisque tiene culpa menos él. O ella en el caso que nos ocupa.
Vamos a hablar de la escalereta del cementerio: ya sabes: recuerda: aquella que se vino abajo dejando descompuesta a una familia entera y el cadáver de una abuela por los suelos. Pero antes hay que buscar elementos que nos dejen comparar.
En noviembre de 1972, Richard Nixon obtuvo tal vez los resultados electorales más brillantes de la historia de las presidenciales americanas: ganó en 49 estados y consiguió 520 electores frente a los raquíticos 17 de su rival.
Cuando todo parecía indicar que acabaría pasando a la historia como uno de los “grandes”, dos periodistas, un soplón patriota y un juez con un par de neuronas se lo llevaron por delante con el escándalo del Watergate, que, dicho sea de paso, comparado con los tinglados hispanos —Pujol y Fabra, Bankia y Urdanga, la Gürtel y los ERE— es una meadita de ursulina en mitad del océano. El Watergate en esta España de Aguirres y Rajoyes, donde ya nada importa, no habría salido ni en el teletexto de la Primera. Sin embargo, en Estados Unidos no perdonaron que el presidente auspiciara grabaciones ilegales en la sede de los Demócratas.
Le costó asumir su responsabilidad, pero acabó dando la cara, apechó con su pecado y se largó a California. Nixon cometió un error y aunque quiso eludir su culpa, finalmente se colocó delante de la cámara y cargó sobre sus espaldas las responsabilidades del escándalo. No se le ocurrió echar balones fuera o aducir ignorancia: solo dimitió.
Tal vez haya sido el presidente de los Estados Unidos más cuestionado, por más que con el paso de los años el mismo pueblo que le condenó acabase reconociendo sus muchos aciertos en otros asuntos, hasta tal punto que a su entierro asistieron todos los presidentes vivos y la inmensa mayoría de los dirigentes mundiales. Es decir que Nixon hizo política; el hijo del tendero cuáquero dimitió y el Watergate, si bien nunca olvidado, dio paso al reconocimiento de los aciertos.
Un fallo es fácil de perdonar cuando el político agacha la cabeza y se explica. Por eso que, salvas sean las distancias, no acabe de entender cómo en algunos sitios la dimisión es consustancial a la democracia y aquí, en Ronda, tenemos concejales y concejalas que no dimiten ni a golpe de rebenque. Aquí nadie asume sus responsabilidades. Lo mismo da que da lo mismo.
Se comprende, pues, que la concejala del cementerio vaya a los Juzgados en calidad de imputada por aquel esperpento de la escalereta metálica que se vino abajo justo cuando daban sepultura a una abuela, y lejos de asumir públicamente sus responsabilidades, carga contra los operarios —¡ay de los proletas!— afirmando que ella no sabía que estuviese en uso, pues había dado órdenes de no utilizarla. Eso dijo.
Me gustaría creer, pero la política no es religión ni su caso es cuestión de fe. Una sola pregunta: ¿Puede demostrar que dio la orden? ¿La dio por escrito, como corresponde a una administración no bananera? ¿Sí o no? Si no tiene ningún documento que acredite la supuesta orden, asuma la responsabilidad, dimita, descanse y lea una biografía de Nixon, que por cierto también era de derechas.
Y no pido que la cesen porque igual la ascienden…