Ya está aquí un año mas la Navidad y cada pueblo, ciudad y país se prepara como puede y le deja su economía para afrontarla de la forma más entrañable posible. Las casas desempolvan el árbol y belén, hacen hueco para instalarlos y comenzarán a aparecer tímidamente los primeros Reyes Magos de Oriente o el Papa Noel subiendo al balcón por una escala.
El Ayuntamiento también ha hecho sus deberes y, desde semanas atrás, han diseñado actos, contratado las luces y sonido ambiental para las calles que nos acompañarán durante el mes y pico que dura la catarsis colectiva de buenos sentimientos, compras frenéticas de última hora y las intenciones de mejoras para el año siguiente, como dejar de fumar o apuntarse al gym de turno para bajar esos kilitos de más.
Y como Isla Cristina ‘is diferent’, ya se entremezclan los sonidos de ensayos carnavaleros con el tintineo de la botella de anís, pandereta y zambomba de los coros de campanilleros que posee cada asociación, peña o colectivo que se precie.
Y es que en Isla Cristina siempre sonaron acordes navideños. Cuando las fotos eran en blanco y negro, como el ánimo, se cantaba en tascas y tabernas, viviendas particulares y teatros, como el Circo Victoria, cuya barroca sala situada junto al puerto, acogía, cada 22 o 23 de diciembre, un concurso en el que participaban agrupaciones isleñas, o como se les llamaban por entonces, Cuadrillas de Campanilleros para mostrar a un respetable que llenaba el local, sus composiciones, bien, rescatadas de la memoria de los mas longevos o nuevas letrillas que ensayaban apenas un mes y pico antes.
Muchos han sido los directores que, pasadas las fiestas del Rosario o principios de noviembre, recomponían sus cuadrillas, reiniciando así la maquinaria de la tradición que muchos componentes esperaban como agua... de diciembre. Uno de ellos era Ramón Largo Moreno, un octogenario al que aún le brillan los ojos cuando rememora aquellas décadas. Ramón iba con una de las cuadrillas punteras en los cincuenta y sesenta, la de Manuel Pérez de los Santos, más conocido como El Gareli, quien ganó muchos primeros premios y el reconocimiento del pueblo.
Ramón se pegó más de dos décadas con los palillos de mango, cantando junto a sus compañeros y amigos de cuadrilla. Entró a formar parte del grupo a los dieciocho años y lo abandonó cuando éste se deshizo, rozando los treinta, porque su director trasladó vivienda a la capital. Junto a su amigo Cristóbal Pereira, también miembro de del grupo y experto en la pandereta, con brillo en sus ojos, cuenta que “jamás he vuelto a pasar navidades como aquellas”.
Ramón recuerda que días previos al 22 de diciembre, el elegido por la Comisión de Fiestas del ayuntamiento para el tradicional Concurso de Villancicos, ya se notaba nervioso, dormía mal y comía menos porque llegaba el momento de volver a cumplir unos de sus sueños, cantarle a su pueblo, divertirse con sus amigos y disfrutar de una de las fiestas que más le gusta, o mejor dicho, le gustaba, la Navidad, “empujaba los días para que llegara antes”.
Aquella mañana no trabajaban. Desde primeras horas preparaban las ropas, lustraban los instrumentos, se veían y ensayaban un poco para llegar con las gargantas calientes al Gran Teatro Circo Victoria, propiedad de los Pichardo, junto al muelle pesquero de Isla Cristina, el cual presentaba un lleno absoluto de su patio de butacas y gallinero, mientras la chiquillería recibía a las cuadrillas a sus puertas que llegaban cantando.
Y tras ganar el concurso, recuerda Ramón, que un conocido empresario local, Juan El Medallita, esperaba con dos furgonetas a las puertas para trasladarlos a la capital, donde cantaban hasta el amanecer. De casa en casa, de calle en calle, de plaza en plaza regalando villancicos por doquier, incluso en la casa de los antiguos gobernadores civiles de la época, donde el alto cargo ofrecía fiesta a los más íntimos. Ya de mañana temprano, con las claras del día, y una vez bien desayunados, de vuelta al pueblo, a seguir cantando. El empresario, al mediodía, soltaba un buen fajo de billetes sobre la pandereta de Cristóbal, con lo que se aseguraban la continuidad de la fiesta. Mas jarana, una copita y algo de comida para calentar el estómago, bien en Bodega Gonzalo o la tasca de Juan El Carnaval.
Pero si la experiencia no fuera suficiente, en Noche Buena se repetía el ritual. Montados en la cachonda, primer autobús público que tuvo la localidad y que en más de una ocasión los propios pasajeros empujaban para que arrancarla, se desplazaban hasta la estación del tren, junto a la barriada de Pozo del Camino y allí esperaban el de carbón, el de los asientos de tortura en madera y cara tiznada de negro si te asomabas por la ventanilla, y rumbo a la capital de nuevo. Toda la noche y la mañana de Navidad haciendo pasacalles. Entre bares, salones y bodegas les daban las dos de la tarde y al tren para volver a Isla Cristina, donde seguían cantando hasta la merienda, que regresaban a casa con los pies y gargantas un poco perjudicados pero con el ánimo por las nubes, “no he vuelto a pasar unas navidades igual”, rememora nostálgicamente Ramón.
Por suerte, la fotografía y una grabación guardada, como oro en paño, recuerdan aquellos años de esplendor. La histórica grabación, de los años sesenta, la realizó un joven recién llegado como emigrante que trabajó en las fundiciones alemanas y que gastó parte del jornal en comprar el último modelo de un magnetofón, marca Grundig que usó para grabar algunos certámenes. José María Pérez Pereira, el que trabajara como encargado en las empresas conserveras de la localidad, también era componente de la cuadrilla del Gareli, junto a sus hermanos Cristóbal y Pepe.
Ahora, en la era de la informática, satélites en el espacio, Internet y coches eléctricos, se rescatan aquellas viejas letrillas de unos jóvenes que salían a la calle cargados de ilusión y sentir navideño. En la actualidad, cada asociación o colectivo incentiva y fomenta la continuidad de los Coros de Campanilleros, los cuales desembocan en la versión moderna de aquellos concursos que antaño se organizaban en el Teatro Circo Victoria, luego el Gran Vía y ahora el Horacio Noguera.
Nuevas caras, jovencitas voces y renovadas letras que cantan a la Navidad de forma no competitiva. Ahora no concursan, solo se divierten, como aquellos mozos, ahora abuelos, que se les iluminaba la cara los días previos a la fiesta del Nacimiento, unos sentimientos que perduran en el tiempo y corazones de los isleños para ser desempolvados cada diciembre.