Como cada lunes, la luz del proyector dibuja en la pared del cuarto una puerta a otro mundo. El rostro inmaculado de Laura Palmer se funde con el paisaje neblinoso de Twin Peaks mientras las notas de Angelo Badalamenti nos conducen hacia el lugar donde dos mundos confluyen. Un telón rojo cae sobre la pantalla pero es imposible dilucidar si los espectadores quedamos a un lado u a otro de este, pues la cámara nos engulle rápidamente en una vorágine circular que nos arroja hacia lo desconocido. Está ocurriendo de nuevo.
Durante las 18 partes de esta larguísima —y a la vez tan corta— película que ha dirigido David Lynch para Showtime, se ha ido desarrollando una de las más complejas e inabarcables obras de autor que el medio nos haya regalado jamás, incluyendo las dos primeras temporadas de Twin Peaks emitidas en los años 90, superadas en todo por esta continuación 25 años después, constituyendo un evento único en la historia de la televisión.
La experiencia a la que nos somete Lynch durante el visionado de cada capítulo suscita en el espectador el abandono de toda abstracción basada en la lógica para favorecer el viaje emocional en todas sus escalas posibles, evitando a toda costa la elaboración de teorías argumentales que nos impidan vislumbrar lo verdaderamente importante: el trascendental y magnánimo relato que Lynch ha desarrollado sobre la batalla más antigua de todas.
El viaje, inolvidable, condensa toda la obra de un autor que se consagra como un auténtico genio, y que ha sabido retomar una serie convertida ya en mito para elevarla aún más hasta la categoría de, literalmente, lo nunca visto.
La libertad creativa de la que ha dispuesto Lynch tras batallar con la cadena le ha permitido desplegar toda su imaginería para plagar el universo de Twin Peaks de nuevos personajes, tramas, mitología y misterios —sin respuesta— mientras experimenta con cada elemento del medio que lo envuelve: la narrativa lineal se fractura y desordena; la imagen altera su velocidad y se superpone en sí misma; y el sonido, diseñado por el propio Lynch, adquiere un nuevo nivel de implicación en la transmisión de información y sensaciones.
Lynch y su incontestable ruptura con lo establecido nos llevan a cuestionarnos nuestro papel con respecto a la ficción, que nos devora hasta introducirnos en ella como si de un sueño se tratase; desafía los convencionalismos a los que se somete al arte en todo proceso de creación; retrata toda actitud de escepticismo con respecto a este; y abre nuevas puertas que nadie se había atrevido ni siquiera a imaginar. El cruzarlas o no depende de nosotros, bajo el riesgo de perdernos tras ellas para siempre.
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