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El espejo del miedo

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EL tratamiento informativo que está recibiendo de los medios más oficialistas la epidemia de gripe A revela un primitivismo escalofriante: según él, las decenas de personas que han fallecido en nuestro país a causa de ella estarían de antemano, de alguna manera, condenadas, pues padecían eso que se ha dado en llamar “patologías previas”. Dejando a un lado la evidencia de que ninguna de esas "patologías previas" acabó con sus existencias, pues vivían con ellas mejor o peor, pero vivían, y de que fue el virus de la gripe porcina, y no otro, el que desencadenó el resultado fatal, e incluso aparcando también la circunstancia de que en muchos casos los fallecidos no tenían patología previa ninguna, consterna comprobar cómo emerge del subconsciente colectivo, a consecuencia del temor mal reprimido, esa cosa tan natural, pero tan fascista, de la supervivencia del más fuerte, del que no tiene “patologías”, del que, en suma, se supone no estigmatizado por la enfermedad.


Cada vez que uno escucha en los noticiarios, y no digamos en los sufragados por el poder local, que no pasa nada, que los que han muerto no eran exactamente personas normales, como las demás, sino criaturas demasiado delicadas, asmáticos, obesos, trasplantados, le entra a uno, junto a la indignación, la certidumbre de que el progreso del ser humano ha sido, en lo moral, puramente cosmético, pues para creerse a salvo sigue necesitando embriagarse del bebedizo cuyos ingredientes son, a partes iguales, el egoísmo y la irracionalidad.

La afectación de la gripe A en España no está siendo, como se insiste en decir, leve, sino gravísima: unas setenta personas, esto es, setenta universos, setenta irrepetibles conjuntos de afectos, ilusiones y proyectos de vida, setenta almas, se han muerto. Y lo que queda. ¿Es eso leve? ¿Tan leves, tan irrelevantes, eran esas vidas, esas presencias? El miedo, sobre todo si se intenta reprimir como se está haciendo.

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