Leandro Díaz o la disciplina de llamarle Señorito Aldo, resultaba envejecido por una vestimenta rayana en el ridículo. Traje y abrigo de color gris. Camisa extremadamente blanca, abotonada hasta el ahorcamiento. Corbata oscura descolgada del tiempo. Zapatos negros agotados de tanto lustre. Treinta y tres largos años de soledad a secas.
Desplazaba con lentitud su enjuto cuerpo por entre las estanterías de la tienda del cual fue único empleado. Al andar por la calle, una simple ráfaga de aire le provocaba tambaleos de precipicio, quedando sometido a la voluntad del equilibrio. Para contrarrestar su inestabilidad, orientaba los pasos en zigzag, combinados éstos con un cierto contoneo de desmayo. Los transeúntes convencidos de que alguna extremidad de tan frágil estructura ósea caería en la acera, giraban la cabeza esquivando los encuentros.
El Señorito Aldo creció entre un abuelo embarcado en su mutismo, desaparecido una madrugada de agosto y una madre sonora en quejidos, dedicada en exclusiva a atender sus amados geranios, obsequio de un amor secreto y única herencia transmitida al hijo. Siempre descalza, ataviada con un desvaído camisón de lunares amarillos, sin despegarse de la regadera de cobre. Una tarde se encerró en el balcón y pétalo a pétalo, hoja tras hoja incluidos tallos y raíces, engulló los geranios hasta morir de enajenación vegetal.
Apoyada en la barandilla abrazando una maceta la encontró su hijo. Ese día Leandro cumplía dieciséis años. Hasta la mañana siguiente permaneció de pie con las manos apoyadas en los cristales de la puerta, observando a su madre que le dedicaba una cariñosa sonrisa teñida de verde.
Jamás limpió los vidrios tatuados con el estigma dactilar.
Lentamente pasaron años de rutina inamovible: trabajo y casa, casa y trabajo. Sueños, ¿qué eran los sueños? No saludaba ni se despedía. No acariciaba, tampoco aplaudía. Nunca recibió visitas, jamás fue invitado a un simple café. Ni la amistad, ni el amor tocaron a su puerta; no lo lamentó.
Un día, sin previo aviso, sus manos comenzaron a marchitar.
Transcurrida una semana y tras la acostumbrada y minuciosa ducha nocturna, observó cómo la piel del dorso se desprendía lenta e indolora. A continuación, una textura algo traslúcida empezó a cubrir el mapa de las líneas de la vida.
Al principio lo atribuyó al jabón barato usado en la cocina. Pronto se inició el baile de las obsesiones y las vigilaba, a intervalos de quince minutos exactos, en la oscuridad del almacén, andando por la calle o subiendo los peldaños de su casa. Sentado, dormido, desayunando. De ningún modo, desviaba la atención sobre ellas. Cansado de ingerir, sin resultados, la medicación estatal, adquirió a cargo de su pobre salario de dependiente un par de elegantes guantes de piel teñida de azul.
El Señorito Aldo consideraba que las prendas añadían un toque de elegante distinción a su figura y ocultaban su padecimiento cutáneo pero apestaban a animal muerto y la vecindad refinó, aún más, su costumbre de esquivarle.
Una mañana, cuando ordenaba el almacén, a punto estuvo de caer de bruces al tropezar con una olvidada caja de cartón. Molesto, cortó con mecánico gesto el precinto y una jubilosa exclamación rebotó entre las cuatro paredes, la primera en sus treinta y tres años; asemejó el graznido de un pájaro muy viejo. En el interior treinta y seis pares de guantes azules de su misma talla con un absurdo defecto de fabricación: los dedos estaban cosidos formando un tierno muñón.
Ávidamente escondió el botín de sus delirios recién inventados y dedicó tres años a descoser y volver a coser las prendas bien halladas.
Sin embargo, la tranquilidad no era completa.
Sucedía que los guantes después de un mes de ser manipulados se descomponían en jirones mal disimulados. Sobrevinieron los días en que sus manos, irreparablemente, iniciaron una lenta huida epidérmica provocándole más aislamiento e incomunicación. En la tienda la mercancía escapaba de sus extremidades enguantadas de azul y la clientela, entre susurros y luego con clara queja sonora aseveraba que, un trabajador con esos defectos físicos, no era apto para servirles:
- Esto es una vergüenza, una desfachatez Alguien debería tomar medidas. Ha acabado con nuestra paciencia. Leandro Díaz es usted un… inútil.
Cuando le fue imposible envolver paquetes, pasar la escoba, repasar los libros de cuentas, reponer la mercancía o cerrar las rejas del establecimiento, cada día más contraído y desvalido, redactó su carta de renuncia.
Sentado en la pequeña sala de su vivienda, sin despojarse del abrigo, comenzó a meditar. Mantuvo la postura en el sillón durante dos días y medio, durante los cuales, realizó un meticuloso repaso sobre su historia personal para concluir que, los momentos más relevantes, fueron las tardes restaurando los imperfectos guantes. Y la emoción más sincera, sus manos transparentes de pura soledad.
Apoyado en la pared, con las manos entrecruzadas abrazando una caja de cartón, murió Leandro Díaz o la disciplina de llamarle Señorito Aldo.
Lo encontraron en el balcón. Ese día cumplía treinta y seis años.
Los encargados de retirar el cuerpo no pudieron reprimir un grito de espantosa sorpresa en el momento de separar las manos enguantadas.
De la intimidad de los guantes, espirales de humo azul se dispersaron perfumando el lugar con el inconfundible olor de los geranios marchitos.
En el fondo de la caja de cartón, unos guantes azules, intachables en su manufactura, vacíos y disponibles. El último par de los treinta y seis.