Con fondos procedentes de unos cincuenta museos y colecciones particulares de todo el mundo, Tomás Llorens, comisario de la muestra, profundiza en un periodo de la trayectoria artística de Matisse al que se ha prestado menos atención.
El interés de la exposición, con muchas de sus obras nunca exhibidas en España, se centra en tratar de entender las claves de unos años marcados por la sombra de la Primera Guerra Mundial y la premonición de la Segunda, y que fueron para el arte moderno una época de ascenso rápido y de creciente implantación pública. En esa oleada ascendente, Matisse ocupó, junto a Picasso, un lugar central.
En 1917 Matisse firmó un nuevo contrato con su galería, Bernheim-Jeune. En ese momento el final de la guerra estaba próximo y el clima artístico de los años anteriores a su estallido, el de las primeras vanguardias, había desaparecido.
A causa de la guerra, Matisse había perdido los clientes rusos para quienes había trabajado durante casi una década con obras de grandes dimensiones como La danza. Por ello, para dirigirse al público anónimo destinatario del arte moderno, el pintor tenía que trasladar su investigación a un campo diferente, el de la pintura de caballete.
Para entrar en ese campo nuevo Matisse se trasladó a Niza, que además de gozar de unas condiciones óptimas de luz natural y de un clima agradable, estaba suficientemente lejos de París.
La vuelta a la pintura de caballete reavivó en Matisse la reflexión sobre sus precedentes históricos y centró su atención en los recursos fundamentales del lenguaje pictórico.
El color, en primer lugar, y el dibujo, cuyo estudio complementaba con la práctica de la escultura. A partir de 1927 su producción se hace cada vez más escasa y para salir de la crisis viaje en 1930 a Tahití donde deja de pintar por un tiempo.