La Alameda es una amante recurrente, con arterias de putas eternas de miedos y de prisas
La Alameda es esa amante recurrente tan diferente en cada encuentro, al tiempo que tan familiar. Siempre ahí. Uno la conoce de sus correrías infantiles cargadas de inocencia, cuando las insultábamos y échabamos a correr; después, del homenaje juvenil rendido, danza de alcohol y conciertos chirriantes. Pero también es ese Domingo de Ramos donde se escapa una lágrima al paso del Cristo de la Buena Muerte, tantos años vivido junto al padre ya ido.
Esa Alameda que luce hoy como un paseo acrisolado, prisma que conparte en sus cristales los bares del paseo familiar con garitos de copas y rutina compartidas. Inevitablemente, miras el Palacio de las Sirenas y lo ves como estuvo, antaño, abandonado de orines y vegetación agreste. Cómo no se sabe bien si es cierta la moderna comisaría que se ha comido tanto espacio. Qué decir de Joaquín Costa (“la calle de las putas”), la plaza de Europa. Arterias de putas eternas de miedo y prisas. No hay más que leer Hijos del Mediodía de Eva Díaz Pérez. La Alameda de siempre.