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¿Delincuentes?

En esto del pago del mal llamado impuesto revolucionario de la banda ETA hay consideraciones importantes que deben de hacerse en función de la deriva que han tomado las cosas...

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En esto del pago del mal llamado impuesto revolucionario de la banda ETA hay consideraciones importantes que deben de hacerse en función de la deriva que han tomado las cosas. Hay quien lo paga con gusto (hay que ver el mal gusto que tienen algunos) y hay quien lo paga con violencia.

Los de gana son, ya lo sabemos, los que se han considerado como izquierda abertzale, los separatistas pasivos o activos. Si sobre la pesada carga tributaria con que a todos nos castiga el gobierno consienten en pagar un plus tan gravoso y en que se lo quiten con el falso nombre de impuestos, allá ellos. Pero en este caso se trata de un delito; y un delito grave porque con esos fondos se están financiando las actividades criminales de la banda, se les está suministrando los fondos que van a utilizar para matar a nuevas víctimas y para extorsionar a los que no pagarían de grado nuevos impuestos. Dicen (o decían y nosotros seguimos pensando que es lo correcto) que el mismo delito comete el autor que el cómplice, luego habrá que calificarles de cómplices y aplicarles el mismo tratamiento penal.

Los que pagan aterrorizados por las consecuencias que puede traer su negativa, que es la muerte por asesinato del secuestrado o del empresario que se niega, están en un caso muy distinto. Saben por lamentable experiencia que la amenaza se cumple de manera fulminante porque ya lo han conocido en muchas, en muchísimas, en demasiadas ocasiones. El miedo es mal consejero, en especial cuando asciende a la escala de terror. Y han visto en todas las ocasiones que el Gobierno no va a poner, como jamás ha puesto, las medidas para defendernos del injusto agresor. Y el terror es una chispa eléctrica que se pasea impune por toda la sociedad y la paraliza. Pero es que el pueblo tiene el sagrado derecho a aterrorizarse cuando se ve desamparado ante la muerte, cuando siente que los poderes públicos no defienden su vida como debieran, como tiene el sagrado deber de defenderla, ante las amenazas del delincuente. Y paga, ¡ya lo creo que paga! ¿Quién de vosotros, incluso, quién de los titulares del poder, no pagaría ante una tal coacción y ante una tal indefensión? Suponeos que secuestran a vuestro padre, a vuestro hijo, a vuestro hermano y que os piden una suma casi imposible de reunir para su liberación. Y sabéis que la amenaza se cumplirá irremisiblemente si no pagáis. ¿No haréis todo lo necesario, venta de vuestros bienes, endeudamiento hasta lo que se nos permita, petición de ayuda a todo vuestro entorno, para recaudar la cifra exigida y pagarla, entregarla a los asesinos?

Es caso muy distinto que no se puede calificar como delito. Porque se produce gracias a la reiterada impasibilidad de los poderes públicos, por la falta de cumplimiento de sus deberes sagrados. El primer delito es el de los poderes; el otro, inducido, no puede imputarse a quien se ha limitado a ser una simple víctima.
Cierto que hay casos en los que las fuerzas públicas, las llamadas fuerzas de orden, aprehenden al agresor y lo ponen a disposición judicial. Pero aún en éstos, vemos con horror que saldan sus culpas con macrocondenas que se cumplen con unos pocos años de prisión, con salidas inexplicables. Efecto que multiplica y justifica el miedo porque el desamparo queda más claro, más al descubierto. Cuando es sorprendentemente liberado, el asesino se va a convivir en vecindad con sus víctimas y aún tiene la osadía y el descaro de burlarse de ellas, de insultarlas y amenazarlas, como ya hemos visto claramente en varias ocasiones. Con el mismo descaro con que se burlan de los jueces y los amenazan de muerte desde sus jaulas de cristal en las que se les aísla durante los juicios, nadie sabe por qué.

Pues bien, se busca y se inculpa a la víctima que actúa bajo el terror que constituye un atenuante muy cualificado. Y se le culpa por el pago del tal impuesto. Y nunca se busca al donante voluntario que ocultará cuidadosamente su acción delictiva por muchas razones; de esas que pagan con gusto, nunca hemos sabido ni jamás sabremos.
¿Que cómo vamos a distinguir al voluntario del aterrorizado? Esa es la labor de la Policía, que cuenta con los procedimientos y los medios necesarios para averiguarlo si sus investigaciones son serias y cumplen con la función que le ha sido asignada.

Y no quiero con ello inculpar a las fuerzas de orden público, al menos a sus servidores de más bajo escalafón: porque sabido es ya que muchas veces sus mandos les han obligado a mirar al Sur, cuando los ejecutores de las órdenes sabían que estaban al Norte.

Todo un rosario de disparates lamentables a cuya vista tenemos el deber y el derecho a preguntarnos qué es lo que está pasando.

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