Recuerdos imborrables de Semana Santa

Publicado: 30/03/2024
Autor

Daniel Barea

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Fotografías que amarillean con una niña con capirote y un paquete de patatas o una petalada en la Madrugada; la Semana Santa son recuerdos, amor y esperanza
Hacía falta que lloviera de una vez, pero todo el agua ha caído precisamente, en estos siete días de manifestación popular de la devoción. Celebremos pues que los pantanos recuperan volumen. Y lamentemos lo justo no haber disfrutado de pasos en las calles de Andalucía porque así ha sido dispuesto por el mismo Dios al que se le ha rogado que intervenga para sortear una sequía que se antojaba dura y cruel, y que ya lo será menos.

No ha sido una buena Semana Santa en términos cofrades. Las ilusiones se han hecho añicos en todas y cada una de las jornadas. No resulta fácil de digerir la frustración. Es inevitable hacerlo con lágrimas en los ojos, con sabor a cenizas en la boca, con los puños apretados, por mucho que uno trate de razonar el dolor.

Ha habido, no obstante, momentos que cada cual almacenará en su memoria. Porque la Semana Santa está hecha de recuerdos. Estampas grabadas a fuego en algún rincón de nuestro cerebro que solo cobran sentido si la miramos con el corazón; fotografías que amarillean que muestran, qué se yo, a una cría de no más de cinco años, con un rostro lleno y dulce asomando por el círculo recortado del capirote mientras sostiene un paquete de patatas fritas, porque desfilar en un cortejo a esa temprana edad abre las ganitas de comer; o escenas protagonizadas por una pareja que, sin esperarlo, acaba cubierta de pétalos que los vecinos lanzan desde las terrazas con generosidad, y se miran ambos, fascinados por el fragante espectáculo, con los ojos muy abiertos, sorprendidos, enamorados, y se agarran fuerte de la mano y se besan y se dicen que nunca lo olvidarán porque ha sido mágico y cada año vuelve a repetirse el rito.

No siempre las vivencias son bonitas. La última vez que vestí hábito de penitencia, la procesión se interrumpió por una tromba de agua. Y mientras aguardaba en la iglesia donde la hermandad se dio refugio a que apareciera mi madre, se presentó mi hermano Pedro, el mayor, para contarme que mi padre, enfermo de cáncer, estaba en el hospital porque su estado se había agravado.

En esta agónica Semana Santa todo ha ido mal. Salvo el Sábado de Pasión, cada jornada ha sido como una cuchillada en el alma. En mi caso particular, me quedo con dos momentos que han servido para renovar fe y amor. El Domingo de Ramos, cuando todo estaba perdido, y B estuvo un buen rato leyéndome porque leerse en pareja es una experiencia fantástica. El otro, durante la Madrugada. Suspendidas las procesiones, las puertas de la ermita de la Yedra, en Jerez, se abrieron para mostrar a los vecinos de la Plazuela a Jesús de la Sentencia. Hubo aplausos, saetas y marchas procesionales, fue emocionante. No aguanté hasta el final porque la pena me ahogaba. Pero antes de marcharme, me acerqué al acceso lateral y ahí estuve un buen rato porque el palio, con la candelería encendida, me cautivó como desde que tengo uso de razón. La mirada de la Virgen de la Esperanza me reconfortó al menos para los próximos 379 días.

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