Era la noticia que menos esperaba y la que no quiso escuchar. Ni estaba preparado para ello ni era la que quisiera afrontar. Los nuevos aires que soplan por Valdelagrana le adelantaba que no tenía sitio, que el brazalete lo debía soltar y que su segunda etapa como rojiblanco llegaba a su fin. Ha sido un palo, otro más.
No es un jugador que destaque por dar titulares ni por elevar el tono más alto de lo normal. Callado, tranquilo y sereno, se siente más cómodo sobre el césped. El protagonismo lo cede, gustosamente, a otros. Ni pedirá explicaciones ni será un problema. Lo tiene claro; como, también, que no piensa desistir en la idea de tener que vestir otra camiseta, tener otros colores y otro escudo que defender. Lo acata, lo acepta, pero no lo quiere asumir.
Le han dado tiempo, es lo mínimo, y paciencia es lo que debe tener ahora. Sin prisas deberá sopesar si verdaderamente le merece la pena la espera o, por el contrario, buscarse otro equipo. Sabe que no es la primera prioridad, que hay otros por delante y para el caso de que falle, continuará. Aunque también es sabedor que no hay consenso y que la espera puede jugar a su favor.
Intuyendo su despedida, lo hace dando las “gracias a todos”. Sobran más palabras, la experiencia y su manera de ser le dice que el fútbol es muy cambiante y que del negro al blanco se pasa en segundos.
La temporada pasada, a pesar de contar con una oferta en firme del San Fernando y perdiendo dinero, prefirió decantarse por seguir jugando en El Puerto. Lo fácil era hacerlo en La Isla, su lugar de residencia. Ni el dinero ni el proyecto azulino le hizo desistir de su idea primigenia. Repite orgulloso que “juego donde quiero, porque soy racinguista“.
El tiempo dirá si cierra la puerta por dentro o por fuera. De él ya no depende.